No quería perderlo, pues por la noche el servicio de
transporte público era limitado, y posiblemente tuviera que esperar más de una
hora a que pasara el siguiente. Al subir pagó el crédito que costaba el viaje
con el código de barras de su muñeca, pues nunca solía llevar ya efectivo, y se
sentó junto a una de las cristaleras a observar el vuelo de los dirigibles.
Por
un instante, le volvió a la cabeza la idea de volar, de huir en uno de los
aeróstatos, pero el sonido de la caldera al iniciar el movimiento la trajo de
vuelta a la realidad.