Entrada 145.
Se levantó y le pasó la mochila para que la guardara
tras la barra, se abrochó totalmente su chaleco y atusó el pelo, el cual no era
ni largo ni corto, un estilo muy de moda en estos tiempos “como lo tengas se
queda”.
Anduvo despacio observando más detenidamente a su
futuro público, pasó entre las seis mesas, ninguna de ellas igual a la otra,
rapiñadas de asaltos y trueques, se podían ver dos sillas de playa, una silla
de madera y dos adoquines de obra.
Los clientes vestían acorde al mobiliario del local,
cada cual con ropa de un padre y una madre distintos conjuntados no justamente
pensando en la estética. Todas las mesas eran formadas por grupos, menos una
ubicada en un rincón; sola una nómada de rasgos asiáticos y la cabellera
tintada de morado se tomaba una cerveza o el líquido con el que Mogwai hubiese
rellenado la botella de cristal característica del zumo de cebada. Luego al
terminar si aún seguía sola, se sentaría a comprobar que contenía el botellín y
cual era el nombre de la solitaria nómada.
Llegó al altillo de madera, que él llamaba
cariñosamente escenario, con voz suave y melódica pidió por favor que se
retiraran para apartar la mesa y comenzar la actuación. Como cabía esperar los
cuatro moteros y la mujer, hicieron caso omiso, ni tan siquiera le confundieron
con un camarero porque el Santa no tenía servicio a mesas, los cansados y
viejos huesos de Mogwai no servían a mesa, el que gustaba pedía en barra y él
mismo lo llevaba hasta el sitio vacío.
La insistencia, dedujo, sólo le conduciría a
problemas, rebusco en el pequeño zurrón sacó una granada y con una voz mucho
más grave la dejó sobre la mesa, al tiempo que le quitaba la anilla, saltaba la
espoleta y decía: –Esto va a hacer boom.